sábado, 10 de abril de 2021

Tren nocturno a Bernardo de Irigoyen

Bernando de Irigoyen es un pueblo agropecuario de la zona central de la Provincia de Santa Fe, distante unos cien kilómetros hacia el norte de Rosario. La vía del Ferrocarril Mitre, ramal Buenos Aires a San Miguel de Tucumán, lo atraviesa de inicio a fin, dibujando una línea recta, firme, perdurable, como esas cicatrices que a veces quedan en los vientres maternos luego de dar a luz. Es que este pueblo, de esencia inmigrante, al igual que todos los que lo anteceden y preceden, nació a partir del paso de las vías férreas, destinadas a llevar y traer los frutos de la tierra y las almas y manos de aquellos que la trabajaban.

Las manos de mi papá, Ángel Molinero y las de mi mamá, Amalia Osti, fueron parte de las que labraron esa tierra santafesina, ya que nacieron, se criaron, se conocieron y se casaron allí. Luego la vida los llevó hacia otros lugares, donde también dejaron huellas y echaron raíces, como ser la Rosario cercana o los pagos, algo más lejanos, de Ingeniero Maschwitz en la provincia de Buenos Aires. En este último lugar, exactamente en el Hospital de la localidad cabecera Belén de Escobar, nací yo, Gabriel Ángel Molinero, el 26 de agosto de 1969.

En mi niñez y parte de mi adolescencia, más o menos entre los años 1975 a 1985 tuve la suerte de disfrutar plenamente de Bernardo de Irigoyen. Allí, mis familiares cargados de afectos, entre ellos tías, tíos, primas y primos, me recibieron en sus hogares.

A Irigoyen siempre llegaba en tren. Es que mi papá, apodado en esa zona como "El negro", era empleado ferroviario. El aspecto geográfico del apodo lo aclaro ya que cambiaba según la zona o localidad donde se aplicaba. En el barrio Alberdi de Rosario, donde vivimos muchos años y sucedió toda mi infancia y adolescencia, le decían “Moli”, y a mí, en vez de llamarme Gabriel, me decían “Moli chico”. Pero en la zona bonaerense de Ingeniero Maschwitz, donde también transcurrieron años de nuestras vidas, lo apodaron "Siete tiros". 

Al igual que todos sus compañeros de trabajo ferroviario, mi papá era beneficiario de cuatro boletos gratis por año para viajes en tren, incluida toda su familia directa y, una vez agotados éstos, la empresa Ferrocarriles Argentinos brindaba también un descuento del veinticinco porciento en la compra de los pasajes. Es por ello que con mi familia hemos recorrido muchos kilómetros en los trenes de pasajeros que en esos años de mi niñez, conectaban las principales ciudades del país entre sí, incluyendo a cientos de pueblos del interior. 

Ese frecuente transcurrir entre vaivenes y traqueteos de cambios de vías, que adormecían a pesar de la ingratitud de los asientos, ese ir y venir en vagones repletos de panaderos, se fué metiendo en nuestras venas, como un virus inofensivo que se alojó en el alma y en el corazón. 

Tan fuertes han sido esas vivencias que llegaron a la segunda generación del árbol genealógico derivado de mi papá y mi mamá. El gen ferroviario también se extendió a mi hijo mayor Matías, para así permitirle hacer realidad su sueño de niño y ser hoy conductor de locomotoras.

Matías también nutrió su pasión por los trenes gracias a su abuelo materno Alberto Tramontini, padre de mi esposa Gabriela. Berto, tal era su apodo, fue un ferroviario aficionado, amigo de todo el personal de la estación Granadero Baigorria, a la cual, casi todas las tardes, llegaban de la mano ambos, nieto y abuelo,  luego de haber cruzado la calle adornada de eucaliptos centenarios, para jugar en el andén, trepar las carretillas de encomiendas y entregar la vía libre a los conductores de las locomotoras.

Hasta que tuve la edad suficiente para hacerlo solo, mis viajes en tren al campo los realizaba con mi papá, otras con mi mamá, o en algunos casos con ambos y eventualmente con una o ambas hermanas mayores, Silvia y Mónica. 

Debo reconocer que al igual que en la vida, no todo fue color de rosas en esos viajes. También hemos pasado algunos contratiempos. 

Un inconveniente que se sucedía con frecuencia es que se rompía el tren en la zona de San Lorenzo. Tal vez unos kilómetros antes, tal vez unos kilómetros después, pero siempre cerca de esa ciudad. No se encontraba una explicación lógica al hecho de que luego de partir de la estación Rosario Norte y marchar sin problemas unos veinte minutos, el tren comenzaba a perder velocidad hasta detenerse completamente en medio del campo que ardía bajo el sol. Podría decirse que una especie de Triángulo de las Bermudas ferroviario existía allí. Mi papá detectaba de inmediato si era una detención breve, por ejemplo una señal que no autorizaba el paso, o si era una causa más grave, que supongo lo entendía por la ausencia total de sonidos de parte de la locomotora. Si esto último sucedía, bajaba de inmediato del tren y yo, también de inmediato, me asomaba de la ventanilla para observarlo. Lo veía encontrarse y hablar con el guarda que siempre conocía, para luego recorrer del primer al último vagón y revisar algún dispositivo o instrumento desconocido para mí, ubicado a la altura de las ruedas bajo el piso del vagón. En algunos casos manipulaba ese elemento, agachándose bajo el tren. Reconozco que esto siempre me preocupaba un poco, imaginando que el tren arrancaba y mi papá se quedaba sin poder subir. Luego de un rato, cuando ya me había olvidado del tema, tal vez entretenido observando tejer a mi mamá, aparecía de imprevisto, se sentaba nuevamente a mi lado, y yo respiraba aliviado.

Pero en ocasiones el alivio podía durar muy poco. Solo bastaba que la detención del tren coincidiera con el día y horario cercano al paso de "La Estrella del Norte", conocido popularmente como "El Tucumano", para que se regara en el ambiente un estado de intranquilidad que movilizaba al grueso de los pasajeros. Algunos consultaban repetidamente al guarda. Otros se asomaban por la ventanilla estirando todo el cuerpo para lograr ver más allá del inicio y final del tren. Analizaban detenidamente el horizonte, rogando no ver aparecer a lo lejos la potente luz de la locomotora, atravesando el espejismo movedizo que los rayos del sol y la temperatura del aire dibujan en algunos momentos del día en la lejanía. 

En esos años "El Tucumano" era un histórico tren rápido que unía las estaciones de Retiro y San Miguel de Tucumán. Éste solo se detenía en las localidades de mayor población y circulaba a una velocidad máxima de 120 kilómetros por hora. Algunos accidentes ferroviarios graves en los cuales estuvo involucrado, ocasionaron que nadie quisiera tener un encuentro imprevisto con él. 

Afortunadamente tal situación no sucedió en mis viajes. Y la luz que alguna vez vimos venir, era de la locomotora de auxilio que acudía a sacarnos de ahí. Revivían los ánimos al moverse de nuevo el tren. Aparecían de a poco las risas desplazando a las paciencias agotadas. El paisaje se proyectaba como una película a través del marco de la ventanilla. Luego, una tras otra, las estaciones de Aldao, Andino, Serodino, Clarke y Casalegno. Apenas pasada esta última, nos preparábamos para descender en Bernardo de Irigoyen. Se bajaban los bolsos de las bandejas portaequipajes. Se guardaban en ellos las revistas leídas una y otra vez, alguna bebida, el tejido, los anteojos. Pasaban algunos minutos.  Cuando al fin la bocina sonaba, yo sabía que el tren se acercaba al paso a nivel sur para ingresar a la zona urbana del pueblo. Lentamente, tomados de las manijas de sujeción de los asientos, caminábamos algo tambaleantes hasta la zona de espera para el descenso. De a poco el tren perdía velocidad. En ese momento me encantaba asomarme con cuidado por la puerta del vagón, parado en el estribo, tomado firmemente a la barra vertical de sujeción, para observar la entrada de la formación a la estación mientras el viento me refrescaba la cara. 

Pero hubo un viaje en tren a Irigoyen con mi papá, que no llegamos a pisar el andén de la estación.

No recuerdo con exactitud la fecha de ese viaje. Pero en las imágenes que dan vueltas en mis recuerdos, me veo como un pibe de unos diez o doce años, así que podría ser el año 1979, 1980 o 1981. Mi mamá no viajó con nosotros en esa ocasión. Si hubiera estado ella presente, de ninguna manera nos hubiese permitido hacer lo que hicimos mi papá y yo en ese tren a Irigoyen.

Por algún otro motivo que desconozco de ese viaje, el tren arribó a Irigoyen ya entrada la noche. Aclaro esto debido a que generalmente llegábamos de día, pero tal vez algún atraso surgido en la zona del Triángulo de las Bermudas ferroviario que describí párrafos antes, generó la demora.

Resulta ser que unos pocos kilómetros antes de llegar a nuestro destino la vía estaba en reparación, situación que obligó al conductor a reducir la velocidad del tren a paso de hombre, es decir, entre unos cinco a siete kilómetros por hora. Mi papá, por su profesión, entendió enseguida lo que estaba pasando. O tal vez ya lo sabía desde que salimos de la estación Rosario Norte, porque es común que el personal ferroviario local esté en conocimiento de los sectores del trayecto que están en obra en la zona. Creo que esta última suposición es la más adecuada, porque no recuerdo haberlo visto dudar, o analizar en voz alta, o comentarme una mínima frase de lo que ya tenía resuelto en su mente. Solo me dijo lo siguiente, señalando, a través de la ventanilla abierta, unas luces algo lejanas de una vivienda perdida en pleno campo:

-Esa es la casa del tío Emilio. Vamos a bajar y lo visitamos-.

A continuación todo fue muy vertiginoso. Mientras yo intentaba entender la indicación dada, él, en la semipenumbra del vagón, ya había tomado la valija que estaba preparada a su lado, se puso de pié, yo lo imité, y así, casi sin otras palabras, él delante y yo detrás, comenzamos a caminar por el pasillo, entre pasajeros dormidos y un bebé que lloraba de a ratos, hasta llegar al sector de la última puerta del vagón final. El tren iba despacio, pero mi corazón no. Parecía salirse del pecho ante tal aventura que se iniciaba y que debo reconocer, me gustaba. La pobre luz interior alumbraba vagamente el balasto recién incorporado en la reparación de la vía, proyectando una sombra algo difusa del cuerpo de mi papá parado en el último escalón metálico, del cual, de inmediato, sin muchos preámbulos, con la mano derecha tomada del barral y con la izquierda sosteniendo el bolso, se bajó del tren en movimiento con una agilidad obtenida por tantos años de práctica en su trabajo, lo que hizo que cayera parado al costado de la vía y continuara caminando normalmente, entre las piedras y los primeros pastizales, como si nada hubiera pasado allí, para luego decir, mientras me miraba atento:

-Dale Gabi, ¡bajate!-.

Yo necesitaba más tiempo. Mucho más tiempo. Tiempo para pensar cómo bajar. Tiempo para entender como lo había hecho mi papá. Tiempo para tomar coraje. Mucho más tiempo. Pero no lo tenía. Cada segundo que pasaba eran unos metros más que el tren avanzaba y se alejaba de mi papá. De reojo veía como la oscuridad de la noche lo envolvía y su figura comenzaba a desdibujarse. Y entonces, salté del tren.

Tuve una breve alegría al notar que caí parado sobre las piedras, justo en el sector donde finalizan éstas y comienza la vegetación natural, pero, al contrario de lo que hizo mi papá, es decir continuar en movimiento caminando unos pasos para agotar la energía cinética transmitida por el tren en movimiento, yo afirmé mis pies en el lugar donde caí, flexioné levemente las rodillas intentando llevar todo el peso del cuerpo hacia atrás, como queriendo sentarme, actuando instintivamente para contrarrestar esa fuerza invisible que a pesar de los esfuerzos me terminó venciendo, haciendo que cayera hacia adelante, bruscamente, sobre algunas piedras, el pastizal fibroso y la tierra dura por la ausencia de lluvias que en algunas épocas del año se sucede.

De inmediato se acercó mi papá, me ayudó a levantarme y a corroborar que no hubiera lesiones graves. Por suerte no las hubo. Solo sucedieron algunos magullones y raspones en las rodillas y en las palmas de las manos que me dolieron un poco, no mucho. Esas partes de mi cuerpo estaban acostumbradas a recibir de vez en cuando algún destrato, tan solo por jugar como lo hacían los niños antes de las pantallas electrónicas, es decir trepando árboles, pateando una pelota en la canchita o saltando con la bicicleta rampas improvisadas de escasa firmeza y seguridad.

 Pasado este contratiempo iniciamos la caminata hacia la casa del tío Emilio, hermano de mi mamá Amalia. Todos mis tíos, tías y demás familiares de esa zona, lo eran por lazo sanguíneo materno. Creo que no había en Irigoyen familiares directos por parte de papá, ya que vivían en su mayoría en Rosario y otras localidades como ser San Justo en la Provincia de Santa Fé y Añatuya en la Provincia de Santiago del Estero. 

Yo no recordaba haber visitado antes la casa. Desconocía todo lo relacionado con la geografía y topografía del lugar. No sabía a que distancia estaba de la vía. Ignoraba los obstáculos que habría que vencer para llegar a la misma. Me preguntaba si habría algún arroyo que atravesar. O algún monte de árboles por donde se dificultaría caminar en esa noche que apenas se alumbraba con una incipiente luna creciente.

En cinco o seis pasos largos llegamos al alambrado que separaba el campo con el terreno fiscal aledaño a la vía. Mi papá estiró el brazo y dejó caer el bolso del otro lado, soltándolo desde unos treinta o cuarenta centímetros de altura ya que no alcanzaba a dejarlo en el piso. El ruido ocasionado alteró la tranquilidad de las vacas que estaban haciendo su vida mimetizadas en la oscuridad. Las más cercanas a nosotros reaccionaron con movimientos bruscos, dando unos pocos pasos hacia atrás o corriendo precavidas algunos metros en dirección contraria a la nuestra, desconfiando de las intenciones de estos invasores nocturnos. Yo, tal vez por la tensión generada en la aventura, no me había percatado de la presencia del ganado vacuno. A raíz de eso, la pequeña estampida me tomó totalmente desprevenido. El susto fue tan grande que sentí helarse mi sangre y por un instante se detuvo todo movimiento en mi cuerpo. Papá, al darse cuenta de lo que pasaba, estando ya del otro lado del alambrado y usando un tono de voz que transmitía calma pero también una risa incipiente, me dijo:

 -Son vacas Gabi, tranquilo que no hacen nada-. Sin demorarse más, me ayudó a pasar a través el alambrado, abriendo con sus manos los hilos intermedios por los cuales me deslicé rápidamente hacia el otro lado.

Mi papá tenía razón. Al pasar los años aprendí que las vacas son animales que generalmente no presentan hostilidad hacia los humanos, salvo algunas excepciones, como por ejemplo si están con su ternero al pié, cosa que afortunadamente no sucedió esa noche. Pero en ese momento yo no lo sabía. Y la explicación que me dió no la creí, pensando que solo me lo decía para no preocuparme. 

Atravesé el potrero lleno de vacas caminando detrás de mi papá, lo más cercano posible a él. Temeroso, pude ver que al pasar cerca, las vacas levantaban la cabeza y se quedaban inmóviles observándonos fijamente por unos instantes. A mi me parecían amenazantes, y temí que una embestida podía suceder en cualquier momento. Pensaba en salir corriendo si esto sucedía, pero no sería fácil, ya que el terreno tenía pasto de una altura tal que no permitía ver si en el piso había algún desnivel o agujeros. Cuando el pesimismo ya se había apoderado totalmente de mis pensamientos, apareció un nuevo alambrado marcando el inicio de otro campo que observé detalladamente en menos de un segundo, agudizando la vista al máximo. Al parecer no había vacas u otros animales amenazantes. No hizo falta que mi papá me facilitara el paso del alambre. Lo atravesé solo y antes que él.

Las luces de la casa ya se advertían más cerca. Faltaba poco. El campo que estábamos atravesando estaba con la tierra desnuda, recién arada, lo cual dificultaba el paso, pero, al no haber grandes animales sueltos alrededor, lo convertían para mí, en una suave pradera.

Luego de unos minutos de marcha firme llegamos al final del campo. Pasamos el alambrado y encontramos un camino de tierra que hacia la izquierda se dirigía directamente a las luces, que ya se percibían ahí nomás. Felizmente era el acceso a la casa, lo cual nos alegró, especialmente a mí, pensando que ya no presentarían otras situaciones adversas. Solo habría que caminar un poco más y comenzar a disfrutar del encuentro con la familia. Imaginaba en mi mente de niño lo que disfrutaría al día siguiente a pleno sol. Me veía alimentando a las gallinas y sus pollitos. También recorriendo los nidos de postura y juntando los huevos. ¿Tendrán caballos? ¿Me dejarán subir al tractor? 

Estas y otras numerosas preguntas iban de aquí para allá en mi cabeza infantil, mientras paso a paso avanzábamos animados por el camino hacia la casa en la que todos sus habitantes aún desconocían nuestra llegada inesperada, situación que cambió en un mínimo instante, luego de que el primer perro ladró. 

Los perros son los sistemas de alarmas más efectivos que existen. En las viviendas rurales suelen haber más de uno conviviendo con la familia o habitante del lugar. Se espera de ellos diversas tareas: compañía, entretenimiento, afecto, colaboración en algunas actividades de trabajo rural y, por sobre todas las cosas, la protección del lugar y sus bienes. Estos animales tienen la virtud de detectar mediante el oído, el olfato o la vista, cualquier mínima alteración del ambiente en el territorio que ellos determinan como propio y que generalmente es muy amplio.

Cuando el primer perro nos detectó estábamos a unos cien metros de la tranquera principal de acceso, la cual, a su vez, distaba unos cincuenta metros de la casa. Por un instante no nos preocupamos demasiado porque el tono del ladrido era algo agudo y sin demasiada potencia, como si fuera un cusquito, pero de inmediato se fueron sumando otros que eran graves y potentes, como lo hacen perros de gran porte y peso. Con papá intercambiamos algunas palabras intentando hacer un análisis rápido de la situación que hasta ese momento era satisfactoria. Los perros ladraban pero a la distancia, ocultos tras una arboleda que seguramente da sombra en el patio de la casa y a su vez hace de cortina para los días de viento fuerte. Ambos coincidimos que cuando desde la casa saliera alguien alertado por los ruidos, calmaría de inmediato a los animales e ingresaríamos triunfantes a través de la tranquera para comenzar a disfrutar el paseo.

Pero no sucedió así. Mejor dicho, una parte sucedió como lo analizamos y otra no. En efecto, ante tantos ladridos en el patio, alguien del interior de la casa abrió la puerta del frente y salió, encendiendo antes otras luces exteriores para ver claramente que estaba pasando. En ese mismo instante, como si lo hubieran planeado previamente, los perros salieron corriendo furiosos desde el patio hacia el camino en dirección a la tranquera, es decir, directamente hacia nosotros. Con la iluminación de las luces recién encendidas vimos cómo uno a uno los perros fueron apareciendo detrás del arbolado. Primero salió el cusquito. Al verlo, confirmamos que no representaba amenaza alguna. Pero no fue así con los siguientes. Detrás del pequeño, salieron dos border collie de gran tamaño, uno todo negro y el otro, también negro, pero con manchas blancas. Por último, apareció un galgo amarronado que por sus características físicas naturales, tomó enseguida la delantera en la jauría enardecida que avanzaba como un rayo hacia nosotros.

De inmediato nos dimos cuenta que solo nos quedaba la opción de resignarnos y hacer frente a la perrada. Correr por el camino no tenía sentido, ya que estos perros desarrollan velocidades superiores a la de los humanos promedios y además están acostumbrados en sus tareas rurales a perseguir animales desde atrás y era lo que probablemente hubieran hecho con nosotros si corríamos. Subirse al alambrado o a la tranquera tampoco era una medida segura, ya que tres de ellos eran perros altos, los que al pararse en sus patas traseras, alcanzaban fácilmente esa altura. Entonces mi papá me ubicó detrás suyo, me indicó que retrocedieramos unos pasos y, tomando el bolso con ambas manos a modo de escudo, se paró firme frente a la tranquera, esperando la arremetida de los perros que ya estaban a unos pocos metros.

Como un milagro inexplicable, los perros detuvieron su marcha en la tranquera, y desde tras de ella, nos ladraban enfurecidos. Ninguno la atravesó, acción que podrían haber hecho con facilidad estos animales. Pero no lo hicieron. También, al igual que la corrida inicial desde la casa cuando se abrió la puerta, daba la sensación que estaba todo organizado, es decir, llegar amenazantes hasta la tranquera para detener a los intrusos y mantenerlos ahí hasta que llegue el dueño de casa, quién justamente, venía ahora caminando desde el patio linterna en mano. Mi papá, que pudo ver la cara del hombre cuando aún le daba la luz del patio, dijo:

-¿Y este quién es?, ¿dónde nos metimos?

No hizo falta pensar mucho para darnos cuenta que perdidos en la noche erramos el camino y llegamos a un campo equivocado. El hombre, que nos apuntaba con el haz de luz de la linterna mientras se acercaba, era un vecino de mi tío.

En pocos minutos mi papá explicó la situación al dueño de casa, con el cual, gracias a Dios, se conocían. Es por ello que este gentil señor, luego de calmar los perros con un firme silbido, nos cargó en su auto y nos llevó finalmente hasta el pueblo. Digo finalmente porque antes pasamos por la vivienda correcta, la de mi tío Emilio, ubicada a unos dos mil metros hacia el norte por el mismo camino, para descubrir decepcionados, que en ese momento no había nadie allí para recibirnos. Por suerte, menos mal, que no fuimos.

Por una cuestión práctica y para no molestarlo más, le pedimos al inesperado chofer que nos lleve a la casa del familiar más cercano. Así fue que terminamos en lo de mi tío Carlos y su familia, ya que su casa está frente a la estación, a pocas cuadras del paso a nivel sur, por donde entramos al pueblo. Recuerdo el asombro de mis familiares cuando nos vieron bajar del auto. Llegamos llenos de tierra, cansados y a una hora de la noche inadecuada. Pero aún así, nos recibieron con el gran afecto de siempre. Luego de un rato, ya todos ubicados alrededor de la mesa, reíamos mientras contábamos los detalles de las peripecias vividas.

Me parece que en ese viaje, si mal no recuerdo hoy, a mis 51 años, se les ocurrió a mis primos darme una escopeta en una cañada cercana, plagada de patos, que visitamos una fría mañana. 

Recuerdo que fue una decisión equivocada.

Pero bueno, esa es otra historia.

Gabriel Molinero.


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