martes, 5 de diciembre de 2023

La rebeldía de las colmenas

El ruido del paso del tren y su persistente bocina reactivó el conocimiento del apicultor luego de una ignorada cantidad de horas en las que estuvo aparentemente desvanecido.

Los sistemas que comandan los sentidos del organismo intentaron darle a su perturbado cerebro un panorama de la situación. Prevalecía el dolor, un intenso dolor. Debajo de éste se acumulaban otras sensaciones secundarias que fue identificando una a una.

Al cuerpo entero, que involuntariamente quedó en una posición decúbito lateral derecho, lo percibía rígido y congelado, siendo esto lo esperable debido al contacto con el piso irregular y terroso de su propio galpón, donde estaba tirado, abrazado por una absoluta oscuridad.

Sentía entumecida y extremadamente pesada la cabeza. En el cuero cabelludo estimaba que había heridas abiertas ya que detectaba el pelo endurecido y húmedo en sectores desde donde, de a ratos, fluían latidos dolorosos. Intuía todo eso, ya que no podía tocarse.

El brazo izquierdo, al menos desde el hombro hasta su sector medio, lo advertía reposando apoyado normalmente sobre el perfil de su cuerpo, pero una señal desconocida, un sentir indescifrable, le indicaba cierta anomalía en la parte baja a partir del codo, a la que notaba colgando hacia atrás, sobre la espalda, doblada en el sentido opuesto al que puede doblarse esa articulación en forma natural, salvo, claro está, por la aplicación de una fuerza extrema o un traumatismo violento. A pesar de ello, envió dos o tres veces la orden cerebral de intentar moverlo, de las cuales solo obtuvo punzadas dolorosas profundas.

El brazo derecho le parecía íntegro, pero había quedado bajo el peso de su propio cuerpo, transformándolo en una barra rígida que parecía estar desconectada de él.

A las extremidades inferiores las detectó tiesas, lejanas, ajenas, inmanejables, pero, al parecer, sin heridas.       

Desorientado, se empeñó en discernir cuánto tiempo hacía que estaba allí. Lo inundaba una sensación imprecisa de que el tiempo transcurría y no podía registrarlo. Algo le decía que su ser fluctuaba entre períodos de duración desconocida donde se adormecía, se despertaba, se adormecía, se despertaba.

En cada adormecer su mente era invadida por sueños complejos que desparramaban imágenes presentes y antiguas, reales e imaginarias, estáticas y animadas, entreveradas; aparecidas desde un punto profundo y luminoso del interior de la cabeza y que buscaban salir a través de los párpados cerrados, como un lahar inquieto, lleno de recuerdos, de palabras a decir, de perdones a pedir; un lahar desesperado, que todo lo quema al pasar, procurando llegar a un mar amplio, sereno, libre de tempestades.

Luego de varios despertares confusos, comenzó a dedicarle un rato inmediato a cada uno de ellos para verificar si seguía vivo o si ya había fallecido, y, por ende, si esto último había sucedido, tener la certeza que en ese preciso momento estaría viviendo, -o mejor dicho muriendo-, los acontecimientos que inician al fenecer y que solo algunos pocos afortunados habían tenido la suerte de atestiguar en algún que otro libro, revista o programa de televisión, luego de afirmar, sin mayor prueba que sus palabras, que habían revivido.

Todos coincidían que una luz blanca y potente brillaba en el extremo opuesto de un túnel y los atraía con una fuerza invisible e inusual. Para ello, para comprobar si alguna de esas luces vistas en los períodos de adormecimiento era, al fin, la muerte, probó y descartó varios métodos en cada aparente despertar.

El primero que desechó fue el de la visión. En el caso de que hubiera podido abrirlos, sus ojos tendrían cierta dificultad para recabar indicios que dieran fe de su estado de vida, ya que estaba inmerso en la negrura de la habitación más descuidada de su casa ubicada en las cercanías de Saldungaray.

En ese recinto había poco mobiliario. Solo una estantería destartalada donde acumulaba herramientas oxidadas junto a la caja medio desfondada y polvorienta de las fotos familiares. También, desparramados en el piso, uno al lado del otro, se llenaban de telarañas un sinnúmero de trastos viejos e inútiles que generalmente se acumulan en cualquier vivienda.

Arriba, colgados de las vigas, permanecían los ganchos vacíos donde ponían a secar los chorizos caseros que elaboraban con su esposa todos los años, en julio, cuando aún vivía, siendo ésta la causa de que las ventanas estuvieran puntillosamente obturadas, ya que debían prevenir que ningún rayo de sol afectara la calidad de los embutidos.

El segundo procedimiento que tuvo que excluir fue el de la escucha. Lo hizo ya que se le dificultaba determinar si las voces de los hombres y otros ruidos que le llegaban a los oídos desde ambientes cercanos estaban sucediendo en ese mismo momento o eran solo un engaño más de su mente extraviada, confundida, que no se cansaba de parir imaginaciones que incluían, también sonidos.

Los diálogos que a veces escuchaba con tonos elevados y tensos le parecían reales, pero se entremezclaban con otras conversaciones mantenidas con sus hijos cuando aún venían a verlo luego de enviudar. Prevalecía una animación cíclica en la que se veía él mismo diciéndoles en tercera persona: “¡che!, ¡cada vez más salteadas las visitas al viejo!, guarda que en cualquier momento le sale el pleno en la ruleta de Salamone y para verlo van a tener que ir al cementerio. ¡Pasen nomás, ni golpeen, ahí lo estará esperando junto la vieja!”.

Luego de los intentos fallidos de la vista y el oído, se convenció que lo más eficaz era intentar moverse, ya que al hacerlo el dolor que lo recorría era muy intenso, aún más que el producido por la descarga eléctrica que la vieja heladera alguna vez le dio. Tal situación de tormento lo alejaba del pensamiento de que estaba muerto. “A los finados no les duele nada” pensó, y con esa simple deducción, dio por cerrado ese ciclo investigativo, para, un lapso de tiempo después, iniciar otro.

Es que el apicultor, aunque flotaba en un agitado mar de confusión, pudo determinar que no se encontraba en sus cabales. El reloj interno de su cuerpo arruinado ya no era confiable y lo desesperaba no poder ubicarse temporalmente. La pregunta de cuánto tiempo hacía que estaba allí lo recorría incansablemente.

Por alguna causa desconocida se instaló en su pensamiento la duda sobre el tren y su persistente bocina que hacía un rato lo había reanimado. Desconfiaba del paso de ese tren. ¿Pasó realmente o tan solo fue un engaño de su mente perturbada? ¿Sería el de la tarde? Quizás había pasado hacía pocos minutos. O tal vez horas. O tal vez había pasado ayer. “Seguramente fue uno de carga”, pensó no del todo convencido. Circulaban todos los días menos los sábados y los domingos. Uno a la mañana y otro a la tarde, llevando contenedores y tolvas pedreras entre Bahía Blanca y Olavarría.

Consolidó su pensamiento por la parsimonia de los tacatac tacatac producidos al pasar las ruedas sobre las uniones de los descuidados rieles. Cada tacatac tacatac que escuchaba era un vagón que pasaba frente a su casa. Los trenes de pasajeros tienen a lo sumo diez vagones y al qué pasó le pareció contar unos cincuenta, o tal vez sesenta, no estaba seguro de la cantidad de vagones, pero sí lo estaba en que era de carga; se lo dijo una y otra vez a sí mismo, hasta que, en un instante de presunta cordura, se preocupó profundamente por el estado de su cerebro al darse cuenta que ese análisis de los trenes fue un sinsentido, ya que recordó, decepcionado, que el de pasajeros no corría desde mediados del año 2016, luego de ser clausurado por el desgobierno de turno justificándose en la desatención y falta de mantenimiento de otros desgobiernos anteriores.

Ignoraba el porqué de esa confusión. Tal vez el traumatismo de cráneo lo estaba llevando de acá para allá entre el pasado y el presente sin dejarlo discernir entre lo real y lo imaginario. Pero no estaba seguro.

Buscó en su mente alguna señal, algún indicio concreto, creíble, que lo ubique temporalmente. Lo pudo hacer al recordar las hojas impresas del diario digital obtenidas en la librería del pueblo hacía una veintena de días. Las tenía presentes ya que las leía detenidamente cada mañana mientras mateaba. El artículo informativo estaba fechado el 4 de enero de 2033.

Éste logro le permitió sentir una leve satisfacción que se diluyó rápidamente hacia una intensa decepción, al darse cuenta de que habían pasado diecisiete años desde que circuló el último tren de pasajeros y no podía entender cómo su mente, seguramente dañada por las lesiones recibidas, por momentos representaba la imagen de ese servicio aún funcionando y la mezclaba con un recuerdo intenso de la vida que fluía en la Estación de Sierra de la Ventana del ramal Vía Pringles en esa época.

Rememoró que la mayoría de los viajeros llegaban mucho tiempo antes del arribo del tren nocturno hacia Plaza Constitución. Hasta una hora previa al momento anhelado ya se los veía por el andén de la estación ubicando sus equipajes sobre el piso de piedra laja azulada. Los niños preocupaban a sus madres y a sus padres al asomarse repetidamente a la vía mirando impacientes hacia el sur. En un murmullo tumultuoso que flotaba sobre la estación se entreveraban conversaciones, gritos, recuerdos, cuidados y agradecimientos. Las lágrimas caían inevitables en el último abrazo movilizado por el silbato de la locomotora al recorrer, oculta, la curva previa revestida de álamos que se iluminaba como un amanecer.

Al arribar el tren se desencadenaba una nueva ola inmensa de emociones. Quienes esperaban la llegada de algún familiar, algún amigo o algún amor, seguían atentamente el paso lento de las ventanillas mientras se iba frenando la formación, para comenzar a trotar sonrientes y saludar felices al encontrar la mirada esperada detrás del vidrio. Entre cinco y diez minutos duraba el torbellino frenético de personas, bolsos y valijas; bajando y subiendo. Otro abrazo rápido, otro beso fugaz, otra lágrima triste y otra feliz. De nuevo el silbato de la locomotora, el acelerar de sus motores y un instante después, mientras el último vagón atravesaba el Puente Negro sobre el Río Sauce Grande para perderse en la curva ascendente hacia Peralta, el silencio se adueñaba nuevamente del andén vacío y las lechucitas del terraplén volvían a salir de sus madrigueras.

El último recuerdo lo mantuvo ensimismado hasta que desapareció tan inexplicablemente como había llegado. Luego volvió a perturbarse profundamente ante los segundos, los minutos y las horas que pasaban sin que pudiera dimensionarlos.

De repente le llegaron nuevos estímulos que venían del exterior y se volvió a esforzar para intentar interpretarlos, tamizarlos, separando lo real de lo imaginario para lograr ubicarse temporalmente.

Comenzó a pensar que estaba transcurriendo la tardecita cuando el olor de la quema del basural a cielo abierto del camino vecinal empezó a sentirse en el aire como todos los días hábiles de la semana. Siempre sucedía después de la descarga del último camión, donde los desahuciados buscadores de metales iniciaban fogatas entre los residuos para obtener la mísera recompensa al caer el sol.

Al escuchar la sirena corta de los bomberos voluntarios de Sierra de la Ventana se estremeció. Era martes. Solo los martes sonaba así, breve, única, convocando a los integrantes del cuartel a la reunión semanal. Entonces hacía un día y medio que estaba tirado allí, aterido, lastimado, milagrosamente vivo.

Entonces hacía un día y medio desde que había escondido, con mucho esfuerzo y trabajo, las colmenas en el cerro.

Entonces hacía un día y medio desde que había puesto en marcha la decisión de excluir, a partir de ese momento, las conductas amables, las actitudes correctas y el posicionamiento mediador anti conflictivo que lo caracterizaba.

Entonces hacía un día y medio desde que se había prometido ya no ofrecer la otra mejilla; prohibiéndose aplicar “lo cortés no quita lo valiente”; fortaleciéndose para superar los miedos a las represalias; y convenciéndose de que ya no permitiría recibir ninguna humillación más.

Hacía un día y medio desde que había decidido mandar todo a la mierda y decir: -¡mis colmenas no serán de ellos!-.

Pensó que tal vez hubiera sido necesario mandar a la mierda hace rato a varias personas u organismos que se le cruzaron por su vida.

Aunque dentro de sí hubo siempre un fuego que emanaba alguna chispa de descontento cuando era blanco de actitudes negativas u ofensivas, no contenía la suficiente energía para reaccionar fuera de los límites que las actitudes correctas le imponían, dejando entonces que las humillaciones se fueran acumulando en su interior en un espacio que con el paso de los años resultó insuficiente y simplemente se colmó.

Hasta el momento en que ese fuego desacatado comenzó a crecer, consideraba a las humillaciones recibidas no como tales, sino como eventos desafortunados que se le habían presentado a lo largo de los años de su vida y sencillamente los había aceptado. Algo así como el precio que hay que pagar por la realidad que le toca a uno transitar agachando la cabeza: los helados que no pudo comprar en la escuela primaria; ser el único al que la maestra le regala el libro que el resto de la clase pudo pagar; las mismas zapatillas, siempre de cuero, negras, duras; la misma pilcha, siempre amplia, simple, barata; decirle “Señor” y “Señora” a quienes su mamá le fregaba los pisos limpios y lavaba su ropa numerosa y colorida; la hiperinflación; las deudas; los gobernantes; las devaluaciones; los impuestos; algunos compañeros de trabajo; algunos superiores; algunos familiares; la obra social; el sindicato; el banco; el organismo de previsión social.

En un momento sintió en la boca, además de la sangre seca y algunas partes de los dientes que no pudo escupir, el sabor amargo de una bronca intensa, una decepción terrible, al instalarse en su cabeza el pensamiento de que se había confiado, descuidado, dormido. Subestimó a la multinacional. No pensó que implementarían tan rápido los métodos extremos que aplicaron sobre él. Durante un tiempo de aparente victoria, había esquivado trabajosamente todos los acosos legales y políticos. En ese lapso enviaron, para convencerlo, a policías de variados escalafones, gestores, abogados, escríbanos, concejales, el juez de paz, el cura y hasta el propio intendente.

En cada embate les firmó en disconformidad y rechazó todas las citaciones, actas, telegramas, solicitudes de allanamientos y permisos de requisa que le presentaron para acceder al apiario y fumigarlo.

Con el transcurso de los acontecimientos, el apicultor fue detectando un sutil pero constante incremento de malos tratos propiciados hacia él por los interlocutores enviados desde la empresa, y, sabiendo que Syngente jamás daría por perdida la guerra, comenzó a pensar un plan B, una salida alternativa.

Ya con el pleno convencimiento de que tarde o temprano, al agotar los artilugios digamos, civilizados, la compañía transnacional volvería nuevamente por él y por su colmenar, con otro tipo de estrategias, más duras, más contundentes, es que planeó lo que planeó, para que al fin, cuando llegara ese momento, las abejas y su persona ya estarían a salvo, en otro lugar, lejos de allí.

Casi todas las partes del plan se habían cumplido exitosamente. Eligió un buen lugar para ocultar las colmenas en una quebrada más chica que grande en el Cerro Blanco, en su ladera que mira hacia el este. En ese lugar descansaba cuando de chico recorría aguas arriba el arroyo San Bernardo, buscando chapuzones refrescantes en los piletones cercanos a su naciente en el Cerro Tres Picos.

El espacio breve, acotado, presentaba un sector llano que no se veía desde la lejanía al estar bloqueado por formaciones rocosas de formas caprichosas y una frondosa población de cola de zorro. En su parte posterior se elevaban paredes de rocas blanquecinas que lo protegían del viento frecuente del noroeste.

Pacientemente y con mucho esfuerzo, envolvió con una vieja sábana de a una por vez las colmenas y las cargó por un sendero de unos ciento cincuenta metros, prácticamente inexistente, olvidado, desde la oxidada tranquera donde terminaba el antiguo camino a la cantera hasta el pequeño terreno pedregoso en el cual ubicó apretadamente, una junto a otra, las diez cámaras de cría que llevó bien temprano, antes del amanecer, minutos previos al momento mágico donde las abejas, movilizadas por el llamado silencioso del día y del sol, comienzan a volar en busca de néctar, polen, agua y propóleos, cumpliendo así la milagrosa tarea de polinizar cientos de especies vegetales de las que luego obtendrán alimentos otros cientos de especies, entre ellas, los humanos.

Pero, casi al final de todo lo planificado, algo salió mal. Al volver a su casa a buscar las pertenencias básicas para desaparecer por un tiempo, se encontró con dos matones encapuchados y con el cañón del revólver que empuñaba uno de ellos apuntándole a la cabeza.

Escondieron el auto atrás, así que entró confiado. Lo esperaron cómodamente sentados en el comedor y degustando variados alimentos que sustrajeron de su alacena. El mate sobre la mesa con la yerba húmeda y oscura le indicó que matearon y comieron de lo lindo para matar el tiempo y el hambre. El primer plato fue un salame picado grueso y pan casero de los cuales quedaban nada más que los hilos, la tripa seca y las migas entreveradas con pedacitos de la corteza.

En el momento de su llegada ya estaban degustando el segundo plato: maníes con cáscara y olivas negras, siendo ambos productos empujados al estómago con la ginebra que el apicultor guardaba obsesivamente para ocasiones especiales que nunca sucedían.

Por un instante no analizó la gravedad del asunto, y, en vez de recurrir al miedo como emoción protagonista, dejó fluir primero cierta frustración al ver a sus dos perros bravos, rápidos cazadores, mordedores compulsivos, temibles guardianes, echados dócilmente a los pies de quienes, unos minutos después, comenzarían a ocuparse salvajemente de él, para dejarlo luego tirado en el galpón, donde permanecería por varios días, envuelto en la oscuridad, el frío y el dolor.

Los dos canes ni movieron la cola al verlo, solo atinaron a levantar levemente la cabeza por un instante para volverla a bajar de inmediato cuando el más cercano de los hombres golpeó levemente el piso con el pie mientras los miraba fijamente, demostrando una absoluta autoridad sobre los animales que desconocieron totalmente a su ahora, ex amo. En ese movimiento, uno de ellos detectó algunos mendrugos que habían quedado bajo su cabeza y los engulló con una rápida lamida sobre el piso. El apicultor, algo anonadado, luego de un lapso breve de silencio, intentó reprocharles esa conducta desleal a los perros, pero un fuerte e inesperado culatazo lo dejó sin palabras y sin conocimiento.

Los tipos en el comedor hablaban en voz alta y discutían fuerte, arrastraban las sillas, golpeaban la mesa, se insultaban; dando la sensación que su estado de violencia permanente estaba aún más exacerbado que lo normal; tal vez por la ginebra. Por momentos parecía que se tomarían a golpes. Al parecer no les preocupaba en absoluto de que los escuchara el apicultor, como si estuvieran seguros de que no podría este buen hombre repetir a nadie, a ninguna persona, nunca jamás, lo que hablaban. Por momentos usaban palabras clásicas del ambiente marginal y en otros de la jerga policial. Y eso era realmente bastante preocupante, sabiendo que ambos oficios y sus correspondientes lenguajes tienen múltiples puntos en común. -El natalia natalia no canta turco, alto ablande le apliqué, pero no canta-.

Y el matón hablaba con conocimiento de causa, ya que la última golpiza había sido brutal. Las otras también lo fueron, pero en ésta, ante otro frustrado intento de que le indicara donde ocultó las colmenas, lo golpeó con un pedazo de madera que encontró en un rincón del galpón directamente sobre el último ojo que le quedaba medianamente sano, el derecho. A partir de allí sólo distinguió trazos indefinidos con él, sombras recurrentes rojizas que se movían enloquecidas y desaparecían como el sol en los atardeceres detrás de los cerros, ocasos que tanto disfrutaba cuando recorría el colmenar. Pensó, “qué imbécil, por algo está donde está. Cómo pretende que indique lugares en un mapa si durante horas estuvo deformándome el rostro a puros golpes, primero con las manos abiertas, luego con los puños y por último con objetos contundentes”.

Del ojo izquierdo hacía rato que no percibía imágenes, ni una tenue luz. Del derecho tenía, hasta ese momento, alguna esperanza de no perderlo; pero el maderazo fue certero, le dio de lleno con uno de los cantos de la madera y sintió que algo estallaba dentro. “Que incompetente”, volvió a reflexionar para sí, “ya no tendrá esa información de mí, imposible”. Por un momento fantaseó, inocentemente, que quién lo contrató había desperdiciado su dinero. Siempre fue un ingenuo. La gente de las multinacionales nunca desperdicia su dinero, menos aún para estos menesteres, para los cuales, generalmente, no usan el suyo.

Durante la última discusión escuchó, en la voz del mismo hombre que le reventó el ojo, preguntarle enojado al que parecía superior, quién era este ñato que tanto trabajo les estaba dando, -¡sí parece un croto, un cuatro de copas!-.

-¿Desde cuándo preguntan los pirinchos?-, sentenció el jefe con cierta burla, haciendo una pausa y agregando de inmediato, -¡los pirinchos reciben el trabajo, ejecutan y se olvidan! ¡No importa si es un ricachón o un tirado como éste!-.

Al escuchar el apicultor el diálogo primitivo de los matones, no pudo dejar de pensar, que si hubiera podido abrir la boca, les habría explicado de buena gana la situación. 

Les habría dicho que, por incompetencia en el mantenimiento del registro de apicultores del municipio, su nombre aún permanecía en él, a pesar de que hacía dos años que había presentado el formulario correspondiente para solicitar la baja.

Hubiera agregado que en dicho documento extraviado en la brisa invisible de la burocracia explicitaba, con carácter de declaración jurada, que ya no tenía doscientas cincuenta colmenas, las cuales vendió por la imposibilidad de continuar trabajando con ellas por ciertos adelantos de fragilidad que la salud de su cuerpo le fue anunciando al llegar a los sesenta y cuatro años, quedándose entonces, solo con diez, una cantidad adecuada para obtener los nobles productos melarios a una escala familiar, para consumo propio.

Imaginó entonces, acatando un pensamiento altamente optimista y profundamente iluso, que los tahúres, luego de esas palabras, estando movilizada su curiosidad y el instinto de aprendizaje civilizado, continuarían con las preguntas: -¿Y por qué quieren encontrar sus colmenas? ¿A qué se refieren con fumigarlas?

Si pudiera hablar les diría, antes de contestar esas dudas, que coincidía totalmente con la opinión formulada por ellos en la discusión previa, ya que con una rápida mirada sobre su persona y el lugar descuidado y desordenado, se detectaba que estaba en una situación personal muy deteriorada, a la que ellos comparaban con “un croto, un cuatro de copas, un tirado”.

Es que en los últimos años, este buen hombre, el apicultor, comenzó una debacle anímica que inició con el fallecimiento de su esposa, se profundizó con los cíclicos períodos negativos de vaivenes económicos y se expandió como una nube negra sobre todo su ser ante el hostigamiento por el colmenar. Así su carácter se fue enrareciendo hasta, sin quererlo, generar el alejamiento de sus afectos y amistades, entre ellos los hijos y sus nietos, que ya, ni de vez en cuando, venían a verlo o lo llamaban.

Por la inflamación de la boca intentó, pero no pudo, reír levemente, al caer en la cuenta de que sus noches normales, previas a la violenta jornada, venían paulatinamente presentando inestabilidades similares a las producidas por la terrible golpiza, no en el mismo grado de saña e intensidad pero parecidas: períodos cortos de sueño, actividad interminable de pensamientos, voces, imágenes, recuerdos tristes, dolor de panza intenso, agudo, intermitente y la pregunta constante de para qué seguir así.

Si hubiera podido hablar, y si los delincuentes hubieran formulado realmente esas preguntas, les habría sugerido que lean la hoja impresa que asomaba de la carpeta negra donde guardaba informaciones y noticias relacionadas con la apicultura. Allí estaban todas las respuestas a todas las preguntas que nunca hubieran hecho estos primitivos seres. A simple vista podía leerse el título resaltado con letras de mayor tamaño y negrita del artículo impreso bajado de uno de los diarios digitales locales:

Sierra de Ventana, 04 de enero de 2033.

Colmenas rebeldes.

Un apicultor ventanense se opone a que sus colmenas sean fumigadas.

Desde la aprobación del girasol "Androxfértil", la multinacional Syngente, con el incondicional apoyo del Ministerio de la Abundancia, continúa avanzando a paso firme en la fumigación con ShieldBee a los colmenares de la zona núcleo que abarca las provincias centrales del territorio argentino. El objetivo es impedir que las abejas se acerquen a sus cultivos y contaminen con polen natural el proceso de fertilización del girasol, el cual, ahora, es totalmente artificial y autónomo, no requiriendo polinización entomófila, siendo esto entonces un hecho indeseado que afecta notoriamente la producción y por lo tanto se hace prioritariamente necesario evitar. Según la empresa, este evento transgénico asegura una mayor calidad y cantidad de producto a cosechar, lo cual contribuirá a resolver la falta de alimento en el mundo.

El gas ShieldBee que se fumiga dentro de las colmenas a través de sus piqueras, produce un cambio hormonal en las reinas -y por ende en toda su descendencia- que genera un comportamiento de no acercamiento a los girasoles de la nueva variedad genética, sin afectar significativamente la tarea de polinización de otras especies vegetales, tal lo reflejan los resultados de minuciosos estudios de laboratorio realizados por el cuerpo de científicos e investigadores de la empresa.

Las organizaciones apícolas se opusieron duramente a la medida y presentaron reclamos judiciales en las distintas instancias hasta llegar a la Suprema Corte de Justicia, obteniendo sentencias desfavorables en todos. A raíz de ello, han elevado su reclamo a la Corte Internacional de Justicia, la cual aún no ha dictaminado sentencia.

Desde el Ministerio de la Abundancia informaron que dentro de 45 días vence el plazo de la intimación realizada a dichas organizaciones para que acepten las condiciones del nuevo evento transgénico y permitan la aplicación del gas en las colmenas de sus asociados, so pena de perder las habilitaciones y permisos de comercialización y exportación de miel.

Por otro lado, el vocero oficial de la Policía del Pensamiento dejó trascender que en las últimas semanas han sido informados sobre el surgimiento en diversos puntos del país de pequeños grupos apicultores rebeldes que habrían decidido no acatar la medida y estarían trabajando clandestinamente con sus apiarios, a los cuales, aclararon, combatirán con todo el peso de la ley.          

Continúa en la página 2.

La puerta que comunica al comedor se abrió de golpe y la luz de la lámpara, al ingresar veloz en la oscuridad plena del galpón, iluminó el cuerpo inerte del hombre que se sacudió leve y dolorosamente ante la sorpresiva pero esperada situación. -Vení gil-, dijo uno de los matones mientras lo tomaba de los brazos, a la altura de las muñecas, para arrastrarlo hasta el auto que esperaba afuera. El movimiento de los brazos estirados hacia atrás lo sumergió en un dolor tan profundo que sintió por un momento que perdería el conocimiento nuevamente, pero resistió. A través de los párpados cerrados involuntariamente, bloqueados por la hinchazón de las contusiones, le pareció ver cierta claridad que atravesaba la delgada piel que los conforma. Sintió los ruidos apagados de sus articulaciones al estirarse al máximo. Padeció nuevos golpes en su cabeza al atravesar los desniveles de las puertas que volvieron a producir hemorragias en las heridas recientes. Cuando lo arrojaron dentro del baúl percibió, junto a un intenso olor a nafta, la humedad tibia de la sangre sobre la cara.

Apresurados por la puesta del sol que ya estaba ocurriendo, y sin mostrar ninguna contemplación por el frágil estado de salud del apicultor, transitaron con una velocidad excesiva el camino rural hacia el punto indicado en el mapa satelital, luego de obtener la ubicación en el historial de rutas de su teléfono celular que había quedado en la guantera de la vieja camioneta, donde siempre andaban dando vueltas abejas atraídas por los restos de miel y cera que quedaban en el piso de la caja. Al aparato lo encontraron al hacerlo sonar varias veces luego de marcar el número que les había sido facilitado por los autores intelectuales junto con otros datos necesarios para el cruento trabajo. Renegaron un rato con la contraseña de cuatro dígitos hasta que descubrieron que estaba escrita en un papelito borroso entre la vieja funda y la tapa trasera del aparato.

Entre dolorosos sacudones y golpes al chocar con los interiores del baúl, el hombre pudo oír por momentos la clásica voz artificial con acento español del GPS dar las indicaciones a los malvivientes para llegar al lugar. Cuando el auto disminuyó la velocidad y escuchó "a cincuenta metros encontrará su lugar de destino" extendió hacia arriba el brazo menos dañado con un esfuerzo sobrehumano y se tomó de uno de los refuerzos internos de chapa de la tapa para dificultar su apertura y resistir lo que venía.

La reacción de supervivencia fue resuelta sin dificultades por los delincuentes que en un santiamén abrieron el baúl sumando sus fuerzas. Como reprimenda, aprovechando que lo tenían servido en bandeja, acostado y totalmente indefenso, le aplicaron otra dosis de golpes a discreción por todo el cuerpo, tratando de impactar en lugares donde aún no lo habían hecho, pero también reforzando las contusiones y cortes de golpizas anteriores hasta que, al no escuchar más gemidos y detectar en sus propios puños que el cuerpo se había vuelto una masa inerte, entendieron que continuar era un esfuerzo inútil ya que el apicultor había perdido el conocimiento.

En el siguiente despertar no hizo falta que realizara la prueba de vida, ya que, inexplicablemente, el ojo derecho quedó levemente abierto a causa de la última paliza, permitiendo que ingresara algo de luz del crepúsculo de la tarde. Demoró unos segundos en hacer un precario foco de las imágenes cercanas mientras pensaba en lo resistente que es el cuerpo humano. Lo primero que vio fue la parte de atrás de la colmena roja, la brava. Si hubiera podido hablar, les habría dicho a los matones: -¡no no, acá no, lejos de la roja!-.

Las abejas de esa colmena siempre presentaron un sentido de territorialidad muy marcado, excepcional.

Capturado en un poste de alambrado sobre el camino que rodea al lago del embalse Paso de las Piedras, este enjambre, al contrario de otros, desarrolló obreras que se defendían con un énfasis poco frecuente en comparación a la conducta que generalmente se encuentran en los apiarios de la zona. Las abejas integrantes de esta colmena, la roja, reaccionaban enseguida, en numeroso grupo y con una marcada belicosidad para defender el espacio donde viven.

Por eso el apicultor, ahora tendido al lado, la había pintado de rojo, un rojo que se podía ver claramente a la distancia y también en la cercanía íntima que su cara lastimada mantenía casi tocando las maderas que él mismo acomodó sobre ladrillos, para separarlas del piso y disminuir las posibilidades de que insectos u otros animales no deseados ingresaran a la cámara de cría.

El pequeño túnel algo sombrío formado por el piso de la colmena y los ladrillos de apoyo le permitió, al igual que cuando uno mira a través de un caño o un tubo, discernir, aunque sin demasiado detalle, la actividad frenética, nerviosa, desordenada, que las abejas mantenían del otro lado, en la piquera, al percibir, con su instinto milenario, una contundente amenaza para su subsistencia, representada, por un lado, en el cuerpo del apicultor tirado detrás del nido, pero, principalmente, en los otros dos humanos que a poca distancia realizaban movimientos bruscos, desordenados y emitían sonidos de elevada potencia.

 Uno gritó: -¡gil!, a vos y a tus abejas no los vamos a fumigar, por el laburo que nos dieron se merecen mecha, ¡y mecha le vamo’a dar!-.

Debido al daño en la visión, no podía enfocar plenamente a media distancia, pero, ante la amenaza escuchada, agudizó a más no poder el ojo que funcionaba mínimamente hasta que vio, contrastando en la imagen grisácea y borrosa, la chispa inicial de un encendedor que en dos o tres intentos después prendería la mecha de trapo de una especie de bomba molotov creada rápidamente, ahí mismo, para aniquilar a sus abejas y a él en un solo intento.

La llama generada creció presurosa, y aunque fue pensada para destruir y borrar de la faz de la tierra a una parte de sus seres, también, involuntariamente, movilizó el gen de la supervivencia, de la rebeldía, la del hombre y sus abejas.

Al notar el apicultor que la flama, aún en la mano del sicario, comenzaba a acercarse, empujó, con su brazo derecho, la colmena, la roja, mediante una energía remanente, almacenada en repositorios profundos y desconocidos del organismo, hasta hacerla volcar hacia adelante, lentamente, perdiendo primero su techo a mitad de la trayectoria y luego, al impactar con el piso de piedra, la entretapa, que aún no estaba completamente unida con propóleos al alza.

La colmena, la roja, ahora totalmente abierta, con sus panales centrales colmados de crías expuestos a la intemperie y a las amenazas, dirigió miles de abejas obreras hacia los hombres que, estando ya prácticamente ubicados de frente a ella, comenzaron a dar manotazos y gritos al encontrarse envueltos por la nube zumbante de insectos y sus aguijones.

Con el ojo que nuevamente empezaba a cerrarse, pudo ver, que el sujeto con la molotov en la mano, aguantó un breve instante, unos segundos nomás, hasta que no resistió más y la dejó caer entre sus pies y los de su cómplice, que también parecía moverse frenéticamente, como poseído.

Sin poder impedirlo, el apicultor, agotado, se entregó al cansancio y el ojo finalmente se cerró, pero el reflejo de las llamas calcinando los cuerpos de los sicarios se mantuvo vivo en él por un tiempo indeterminado, para ir, luego, extinguiéndose lentamente, hasta desaparecer.

Despertó y se sorprendió para bien. Al hacer la prueba de vida descubrió que ya nada le dolía.

……

Gabriel Molinero

No hay comentarios:

Publicar un comentario