domingo, 4 de septiembre de 2016

De la noche a la mañana

Las primeras tardes tibias que llegaron a fin de agosto del 2016 no solo me anunciaron la inminente primavera. Esta vez también se ocuparon de llevarme engañado con señuelos de aromos en flor por las calles alejadas del centro de Sierra de la Ventana que por suerte aún gritan silencios, hasta dejarme cara a cara con el Cerrito del Amor, al cual, de inmediato, lo percibí vencido ante la urbanización, resignado en las promesas del progreso que siempre quita más de lo que da.
Allí me di cuenta que ya no recordaba claramente su viejo rostro. -Debe estar oculto detrás de algún muro- pensé, aferrado a las rocas grises que heroicas resistieron las máquinas. ¿Cuántos años han pasado desde que abdicó su reinado milenario? ¿Cuatro años, cinco, seis?
Si mal no recuerdo, para comenzar el ascenso a este centinela sin voz, se podía ingresar por un molinete de madera ubicado frente al dique del Río Sauce Grande o directamente cruzando el alambrado deshilachado en varios sectores que permitían el paso. Recibía a las personas un cartel despintado que solicitaba el cuidado y conservación del patrimonio natural. Quién lo pintó jamás imaginó que en el futuro su mensaje se transformaría en una ironía. Dos senderos nacían en ese lugar. Uno recto más corto y empinado y otro más largo que dibujaba curvas suaves ascendentes en la ladera mitad roca y mitad tierra. Cada metro invitaba a girar la vista y llenarse del paisaje, hecho de matices verdes, ocres y amarillos según la época del año. Durante las vacaciones las voces de los niños competían con las de las aves, las que hoy se conforman descansando en cables y anidando en columnas de cemento. Difícilmente se encuentre alguna persona que habiendo visitado Sierra de la Ventana no hubiese recorrido sus sendas, ascendido a su cumbre y llevado grabado en las retinas el inolvidable collage formado por el Cerro Tres Picos, el sol implacable, el viento insolente, las nubes fugaces, los campos floridos, las aves danzantes, el puente, la vía, la estación y el rumor lejano, del Río Sauce Grande.
Hoy también se puede llegar a la cumbre del Ceferino, tal es su nombre formal, pero primero se debe atravesar la mitad inferior del cerro recorriendo calles y rodeando manzanas cubiertas de hermosas casas, esparcidas en forma vertiginosa como una lluvia torrencial de verano. Les aseguro que si preguntan a cualquier vecino de la localidad les dirá que todo pasó de la noche a la mañana.
La leyenda cuenta que el amor que nace allí, en su cúspide, se eterniza como el viento. Tal vez esa magia ya se ha transmitido como un pacto de vida entre él y sus moradores para respetarlo y cuidarlo.


A ellos les digo que intenten por las tardes afinar el oído y escuchar si les susurra algunos de los recuerdos guardados en su alma de piedra. Quizás les cuente anécdotas de los Reyes Magos, descendiendo hacia las sonrisas de los niños, o de las crecidas del Sauce, o del último tren que hace tiempo pasó y que aún no ha regresado.
Gabriel Molinero.

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