domingo, 27 de septiembre de 2015

Dueños de los días

Como un juego, él me lo preguntaba cada vez que podía.
-Hija, ¿a quienes pertenecen las mañanas?-
-¡A los pájaros papá, a los pájaros!- respondía yo, inmediata y cómplice.
Descubrimos juntos esa respuesta una mañana de primavera en la cual aún luchaba por lograr el equilibrio sobre mi bicicleta, en la bajada suave que regala el Camino de las Carretas hacia el Arroyo San Bernardo, con el imponente Cerro Tres Picos de fondo como una postal perfecta.
Ese día, entre tantas idas y venidas zigzagueantes y en una breve parada de descanso, nos robaron la atención una pareja de brasitas de fuego que frente a nosotros volaban desde el hilo superior del alambrado al sauce eléctrico de la vereda, de allí al cable de la luz y luego nuevamente hacia el alambrado, llevando de aquí para allá, como dice la leyenda, el color del fuego para desorientar a Mandinga y permitiéndonos disfrutar del rojo incomparable de sus plumas que cambiaban de tonos con los rayos de sol. En ese instante, el cual hasta hoy considero que tuvo algo de magia inexplicable, todos nuestros sentidos quedaron por unos minutos hechizados, el aire enmudeció de sonidos humanos y los oídos se nos colmaron de cientos de trinos, gorjeos y chillidos dando forma a una orquesta magnífica e inesperada. Al levantar la vista volaban sobre nosotros benteveos, chimangos, monjitas, cardenales, golondrinas, hormeros, calandrias, gorriones, jilgueros y otros tantos que danzaban entre sí; mientras algunos ascendían hasta casi perderse, otros bajaban en picada hasta pocos metros antes de tocar el piso, instante en el cual cambiaban el rumbo y recorrían rasantes el pastizal hasta el próximo alambrado hacia el norte, donde viraban y comenzaban a divertirse nuevamente.
El ruido del motor de un auto nos arrancó de la vivencia. Mantuvimos el silencio unos instantes más mientras nos mirábamos sorprendidos. Segundos después iniciamos el regreso a casa, inmersos en una intensa charla de lo sucedido que hizo más cortas las cinco cuadras. En ese momento no comprendí el enojo de papá hacia sí mismo, al cuestionarse el haber pasado tantos años ocupado en vaya saber qué, sin advertir la belleza que reinaba en Sierra de la Ventana.
Hoy, luego de muchos años, retorné al mismo lugar, y al recorrer nuevamente este camino, me afloraron recuerdos que sin saberlo habían quedado grabados a fuego en mi memoria, y por lo que veo papá, en este ocaso de septiembre, en el que me rodean mil cantos y revoloteos de colores, también las tardes son de los pájaros.
Gabriel Molinero.

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