Los
hermanos Quiroga decidieron irse de Entre Ríos de forma repentina,
resignando el vínculo profundo a la tierra que los vio nacer. Uno de
ellos, el menor, Ricardo, persona irascible y de pensar poco las
cosas, debió apurar su partida del pueblo cuando los familiares del
hombre que había herido gravemente en el bar por una cuestión de
apuestas en cuadreras lo andaban buscando para devolverle las
puñaladas. El otro, el mayor, Roberto, hombre calmo y reflexivo,
también herido gravemente, pero por haber incorporado a su cuerpo
durante varios años la deriva de los agroquímicos, no tuvo muchas
alternativas para elegir y priorizando la posibilidad de respirar
menos veneno, se sumó de inmediato a la propuesta que un
transportista de ganado vacuno interprovincial les hizo. -Vayan a
Sierra de la Ventana, hay una estancia muy grande que está buscando
gente para trabajar con hacienda-. Nadie en el pueblo del que
partieron pudo imaginar cómo hicieron estos dos trabajadores rurales
de amplia y comprobada experiencia para contactarse con la Estancia
Las Amandas y acordar el nuevo trabajo. Ambos eran hombres de pocas
palabras, solitarios y alejados de toda tecnología que surgiera
posteriormente a la radio eléctrica. El plan de ruta que los
llevaría a la nueva vida lo tenían claro hasta San Antonio de Areco
ya que habían viajado varias veces a esa localidad para participar
de las actividades del Día de la Tradición, pero el camino
posterior era una incógnita que los preocupaba. Para ello decidieron
que una vez allí consultarían en la estación de servicio YPF
ubicada en el cruce de las rutas nacionales 5 y 41 donde habían
logrado, en los viajes previos, cierta confianza con un despachante
de combustible que al igual que ellos amaba los caballos. Debido a
una falla en el carburador de su auto, un Renault 12 modelo 1993,
Roberto no pudo salir esa mañana como lo habían planificado
inicialmente y para cumplir con los tiempos laborales pactados
Ricardo salió solo, en su Peugeot 504 modelo 1996, hacia el sudoeste
bonaerense. Éste recién pudo tranquilizarse cuando el despachante
amigo le indicó claramente el camino a seguir, detallando rutas a
transitar y pueblos importantes a tener como referencia, por lo cual,
cerca de las siete de la tarde, luego de más de doce horas de
manejo, Ricardo, el menor de los Quiroga llegaba a destino, al pie de
la ladera este del cordón serrano de Ventania, que por esos días de
febrero del año dos mil dieciocho desprendía, hacia el oeste,
intensas columnas de humo que anunciaban un incendio de pastizales de
gran magnitud. Dos días después, Roberto, el mayor, no encontró en
la YPF a su contacto ya que había faltado sin aviso. Desorientado,
no tuvo otra alternativa que preguntar a cualquiera, en este caso al
despachante de combustible que ocasionalmente estaba reemplazando al
ausente. -No tengo idea, soy nuevo acá, pero espere que pregunto en
la oficina-, le dijo mientras caminaba hacia allí. El encargado de
la estación de servicio respondió la consulta algo dubitativo, sin
siquiera soltar el teléfono. -¿Eso es para el lado de Tandil, no?.
Decile que tiene que tomar la ruta 41 hasta San Miguel del Monte,
luego la 3 hasta Las Flores, allí agarrar la 30 y derecho nomás,
luego de pasar Rauch, son unos sesenta kilómetros más-. Así fue
como Roberto, el mayor de los Quiroga, víctima de esa especie de
condena que sufren las Sierras de Ventania al ser confundidas con sus
vecinas, también llegó a Las Amandas, pero a los campos que ésta
tiene en la región de las Sierras de Tandilia. Algunos días
estuvieron los hermanos Quiroga desencontrados, esperándose, sin
saberlo, en sistemas orográficos separados por trescientos
kilómetros de distancia y por mil y pico de millones de años de
antigüedad. Cuando el viento viró en las serranías ventanenses y
comenzó a soplar del oeste, empujó al fuego y en escasas horas
cruzó los cerros acorralando a varios sectores productivos y
viviendas del establecimiento agropecuario. Para combatirlo
asistieron dotaciones de bomberos voluntarios de dos poblaciones
cercanas que al análisis del encargado de la estancia eran pocas,
por lo que convocó al trabajo de controlar el incendio al personal
de todos los campos pertenecientes a la firma. La camioneta
proveniente de Tandil con cinco personas a bordo, incluido Roberto,
luego de cuatro horas de viaje, ingresó sin demoras al campo y se
detuvo a pocos metros del frente del incendio. Los recién llegados,
equipados tan solo con las breves instrucciones recibidas durante el
viaje, ropa inadecuada, la guacha casera provista por el encargado y
un pañuelo en el rostro para disminuir el ingreso de humo a los
pulmones, comenzaron a luchar contra las llamas que se mostraban
descontroladas. A pasos de allí, Ricardo, el menor de los Quiroga,
también se extenuaba golpeando el pastizal encendido que intentaba
avanzar sobre el cortafuego. Durante la hora y media que se tardó en
controlar el fuego los hermanos se cruzaron varias veces, sin
advertirse, por sus rostros cubiertos. Cuando los bomberos
solicitaron ayuda para desplazar la pesada manguera bajo un alambrado
de siete hilos estuvieron juntos hombre por medio. Al momento del
descanso, Ricardo se recostó contra la rueda de la autobomba en el
lado opuesto donde su hermano mayor, mientras bebía agua, pensaba si
este lugar soñado para recomenzar libre, elegido para escapar de una
lejana cárcel sin rejas, no sería, en definitiva, otra. El destino
casi los pone frente a frente cuando eran trasladados hacia la ruta
76 donde el fuego amenazaba con atravesarla. Si Roberto no hubiera
tardado esos minutos de más buscando un lugar en la matera para
resguardar sus pilchas y otras pertenencias, habrían coincidido en
la caja de la misma camioneta. Los vehículos recorrieron algunos
kilómetros y luego de una curva disminuyeron la velocidad al
advertir un monte de eucaliptus que estaba en plena combustión. En
un claro que aún no había sido alcanzado por el fuego, apareció
intacto, vestido con cintas y banderas rojas, un santuario del
Gauchito Gil. Los hermanos Quiroga, fieles devotos, no dudaron. Sin
esperar siquiera a que se detuvieran, saltaron de los vehículos y de
inmediato intentaron mantener alejadas las llamas, que en un capricho
del viento, sin darles oportunidad alguna, se extendieron como brazos
ardientes sofocando a los hermanos, los cuales, en ese último
instante de vida, pudieron cruzar sus miradas y al fin, dejar de
esperarse.
Gabriel Molinero.
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