domingo, 25 de marzo de 2018

Los hermanos Quiroga

Los hermanos Quiroga decidieron irse de Entre Ríos de forma repentina, resignando el vínculo profundo a la tierra que los vio nacer. Uno de ellos, el menor, Ricardo, persona irascible y de pensar poco las cosas, debió apurar su partida del pueblo cuando los familiares del hombre que había herido gravemente en el bar por una cuestión de apuestas en cuadreras lo andaban buscando para devolverle las puñaladas. El otro, el mayor, Roberto, hombre calmo y reflexivo, también herido gravemente, pero por haber incorporado a su cuerpo durante varios años la deriva de los agroquímicos, no tuvo muchas alternativas para elegir y priorizando la posibilidad de respirar menos veneno, se sumó de inmediato a la propuesta que un transportista de ganado vacuno interprovincial les hizo. -Vayan a Sierra de la Ventana, hay una estancia muy grande que está buscando gente para trabajar con hacienda-. Nadie en el pueblo del que partieron pudo imaginar cómo hicieron estos dos trabajadores rurales de amplia y comprobada experiencia para contactarse con la Estancia Las Amandas y acordar el nuevo trabajo. Ambos eran hombres de pocas palabras, solitarios y alejados de toda tecnología que surgiera posteriormente a la radio eléctrica. El plan de ruta que los llevaría a la nueva vida lo tenían claro hasta San Antonio de Areco ya que habían viajado varias veces a esa localidad para participar de las actividades del Día de la Tradición, pero el camino posterior era una incógnita que los preocupaba. Para ello decidieron que una vez allí consultarían en la estación de servicio YPF ubicada en el cruce de las rutas nacionales 5 y 41 donde habían logrado, en los viajes previos, cierta confianza con un despachante de combustible que al igual que ellos amaba los caballos. Debido a una falla en el carburador de su auto, un Renault 12 modelo 1993, Roberto no pudo salir esa mañana como lo habían planificado inicialmente y para cumplir con los tiempos laborales pactados Ricardo salió solo, en su Peugeot 504 modelo 1996, hacia el sudoeste bonaerense. Éste recién pudo tranquilizarse cuando el despachante amigo le indicó claramente el camino a seguir, detallando rutas a transitar y pueblos importantes a tener como referencia, por lo cual, cerca de las siete de la tarde, luego de más de doce horas de manejo, Ricardo, el menor de los Quiroga llegaba a destino, al pie de la ladera este del cordón serrano de Ventania, que por esos días de febrero del año dos mil dieciocho desprendía, hacia el oeste, intensas columnas de humo que anunciaban un incendio de pastizales de gran magnitud. Dos días después, Roberto, el mayor, no encontró en la YPF a su contacto ya que había faltado sin aviso. Desorientado, no tuvo otra alternativa que preguntar a cualquiera, en este caso al despachante de combustible que ocasionalmente estaba reemplazando al ausente. -No tengo idea, soy nuevo acá, pero espere que pregunto en la oficina-, le dijo mientras caminaba hacia allí. El encargado de la estación de servicio respondió la consulta algo dubitativo, sin siquiera soltar el teléfono. -¿Eso es para el lado de Tandil, no?. Decile que tiene que tomar la ruta 41 hasta San Miguel del Monte, luego la 3 hasta Las Flores, allí agarrar la 30 y derecho nomás, luego de pasar Rauch, son unos sesenta kilómetros más-. Así fue como Roberto, el mayor de los Quiroga, víctima de esa especie de condena que sufren las Sierras de Ventania al ser confundidas con sus vecinas, también llegó a Las Amandas, pero a los campos que ésta tiene en la región de las Sierras de Tandilia. Algunos días estuvieron los hermanos Quiroga desencontrados, esperándose, sin saberlo, en sistemas orográficos separados por trescientos kilómetros de distancia y por mil y pico de millones de años de antigüedad. Cuando el viento viró en las serranías ventanenses y comenzó a soplar del oeste, empujó al fuego y en escasas horas cruzó los cerros acorralando a varios sectores productivos y viviendas del establecimiento agropecuario. Para combatirlo asistieron dotaciones de bomberos voluntarios de dos poblaciones cercanas que al análisis del encargado de la estancia eran pocas, por lo que convocó al trabajo de controlar el incendio al personal de todos los campos pertenecientes a la firma. La camioneta proveniente de Tandil con cinco personas a bordo, incluido Roberto, luego de cuatro horas de viaje, ingresó sin demoras al campo y se detuvo a pocos metros del frente del incendio. Los recién llegados, equipados tan solo con las breves instrucciones recibidas durante el viaje, ropa inadecuada, la guacha casera provista por el encargado y un pañuelo en el rostro para disminuir el ingreso de humo a los pulmones, comenzaron a luchar contra las llamas que se mostraban descontroladas. A pasos de allí, Ricardo, el menor de los Quiroga, también se extenuaba golpeando el pastizal encendido que intentaba avanzar sobre el cortafuego. Durante la hora y media que se tardó en controlar el fuego los hermanos se cruzaron varias veces, sin advertirse, por sus rostros cubiertos. Cuando los bomberos solicitaron ayuda para desplazar la pesada manguera bajo un alambrado de siete hilos estuvieron juntos hombre por medio. Al momento del descanso, Ricardo se recostó contra la rueda de la autobomba en el lado opuesto donde su hermano mayor, mientras bebía agua, pensaba si este lugar soñado para recomenzar libre, elegido para escapar de una lejana cárcel sin rejas, no sería, en definitiva, otra. El destino casi los pone frente a frente cuando eran trasladados hacia la ruta 76 donde el fuego amenazaba con atravesarla. Si Roberto no hubiera tardado esos minutos de más buscando un lugar en la matera para resguardar sus pilchas y otras pertenencias, habrían coincidido en la caja de la misma camioneta. Los vehículos recorrieron algunos kilómetros y luego de una curva disminuyeron la velocidad al advertir un monte de eucaliptus que estaba en plena combustión. En un claro que aún no había sido alcanzado por el fuego, apareció intacto, vestido con cintas y banderas rojas, un santuario del Gauchito Gil. Los hermanos Quiroga, fieles devotos, no dudaron. Sin esperar siquiera a que se detuvieran, saltaron de los vehículos y de inmediato intentaron mantener alejadas las llamas, que en un capricho del viento, sin darles oportunidad alguna, se extendieron como brazos ardientes sofocando a los hermanos, los cuales, en ese último instante de vida, pudieron cruzar sus miradas y al fin, dejar de esperarse.
Gabriel Molinero.

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