Manuel tuvo la suerte de conseguir
trabajo y la desgracia de que éste sea en el basurero municipal donde llegan
los desechos de las localidades del sur del municipio bonaerense de Las
Sierras. Cuando se lo informaron, las autoridades tuvieron especial cuidado en
encontrarle a la actividad un nombre tal que no provoque el rechazo inicial del
futuro trabajador. -Usted será el encargado de la recepción en el predio de
acopio primario de residuos sólidos urbanos- le dijeron mientras firmaba la
solicitud de ingreso. Él hubiera aceptado igual aunque le describieran los
verdaderos detalles del ingrato contexto donde trabajaría. Un empleo era un
sueño anhelado por él y su mujer, especialmente desde que al hijo de diez años
se le declarara vertiginosamente esa alergia bronquial que por las noches le
cerraba al niño el pecho, y les abría, a ellos, el camino de las lágrimas y de
la desesperación. En la práctica el trabajo no implicaba gran complejidad. Al
momento que llegaban los camiones municipales cargados o se acercaba algún
vecino con residuos debía verificar el tipo de basura, indicar el sector de
destino y completar una planilla donde volcaba ciertos datos. Durante las
épocas del año de menor afluencia turística el ingreso de basura disminuía, por
lo que estaba solo durante algunas horas del día. Esto le permitía dormitar
encerrado dentro de la casilla ubicada en el portón de ingreso y así recuperar
el sueño no dormido en las noches que al hijo la enfermedad respiratoria le
robaba el aire. Para ello se acomodaba en un sillón reclinable que halló dañado
en la basura y reparó pacientemente. Desde esa ubicación podía observar hacia
afuera por la ventana sin que lo vean. Las mañanas frías del invierno eran allí
más frías ya que las sierras primero y la hilera de altos eucaliptus después,
no permitían el paso del sol hasta cerca del mediodía. En una de esas jornadas
solitarias donde el humo pesado de la basura quemada recorría el lugar
despidiéndose antes de irse empujado por el viento a contaminar el Río de las
Achiras, los campos, la gente y todo otro ser vivo que en su camino encontrara,
se despertó sobresaltado y vio que un niño en bicicleta estaba afuera, inmóvil,
mirando hacia la ventana de la casilla, esperando. Manuel no se sorprendió
inicialmente ya que era frecuente el tránsito de ciclistas por el camino
vecinal que une las localidades de Pueblo Norte y Pueblo Sur, especialmente
turistas. El trayecto implica recorrer hermosos paisajes, atravesar el vado del
arroyo, sentir el agua fresca, observar los cerros, las aves y acceder a
recodos escondidos del río; pero también te deja cara a cara con el basurero,
las ratas y moscas que lo habitan y el aire irrespirable mezcla de humo y
podredumbre. Algo enojado por el sueño interrumpido se levantó del sillón,
abrió la ventana y antes de que pudiera emitir palabra alguna el niño le dijo:
-¿Cuándo van a cerrar el basurero?, yo vivo allá con mi familia, río abajo,
humo abajo- mientras señalaba hacia un sector indefinido en dirección a Pueblo
Sur, donde él también vivía. Asombrado por la situación salió de la casilla
para hablar con el niño, explicarle los peligros latentes del lugar y pedirle
que se fuera, pero no llegó a tiempo, ya que sin esperar respuesta, en medio
del humo que inundaba el camino y que dificultaba respirar, el niño se fue,
rápido y en silencio como había llegado. El encuentro lo movilizó por unos días
en los cuales indagó a vecinos por la identidad del niño y a compañeros y
superiores del trabajo por la pregunta que éste le hizo. A pesar de los
esfuerzos nadie pudo indicar con exactitud quién era el joven, o al menos donde
vivía, o alguna referencia de sus familiares. Sobre la pregunta recibió
variadas respuestas, pero ninguna contestaba lo que el niño quería conocer.
Alguien le respondió: -¿Quién puede saberlo?-; otro le dijo: -Ingrese su
consulta por mesa de entradas-; otra persona contestó: -¿Por qué pregunta eso?,
cuide el trabajo-. Los días pasaron y el tema fue quedando detrás de la rutina
y de las ocupaciones tendientes al cuidado de la salud del hijo que en las
últimas semanas del invierno había tenido complicaciones, obligándolo a faltar
varios días a su trabajo. Al reintegrarse, el compañero que lo reemplazó le
comentó que una mañana un niño en bicicleta se acercó a la casilla y preguntó
por él, reclamando la respuesta a una pregunta que había hecho previamente y
aclarando que volvería por ella. Manuel enmudeció por un instante ante la
novedad. -No tengo esa respuesta-, comentó preocupado. -Quiere saber cuándo
cierra el basurero-, agregó. -Y eso, ciertamente, nadie lo sabe-, murmuró.
-Decile cualquier fecha, la primera que se te venga a la cabeza- le aconsejó su
compañero mientras tomaba el bolso y salía de la casilla para regresar a su
casa. Manuel, de pie, inmóvil y envuelto en silencio, permaneció analizando la
propuesta hasta que vino el primer camión cargado de basura y tuvo que salir a
recibirlo. Los días pasaron y a pesar de que se había preparado y esperaba
atento al niño, éste llegó en medio de una mañana helada luego de una noche
compleja y de poco descanso, por lo que nuevamente lo encontró entredormido
dentro de la casilla. Abrió los ojos y estaba el niño en bicicleta mirándolo y
señalando aquel mismo lugar. Al observar que Manuel lo escuchaba gritó con
todas sus fuerzas: -¿Cuándo van a cerrar el basurero?, ¡yo vivo con mi familia
río abajo, humo abajo!-. De inmediato comenzó a pedalear para irse. Manuel
salió urgente de la casilla saltando sobre los escalones, corrió detrás varios
metros y extendiendo el brazo pudo darle un papel al niño que tomó sin
detenerse, alejándose definitivamente del lugar. Él lo siguió con la mirada
extenuado, con el torso inclinado y las manos sobre las rodillas, intentando
recuperar el aire, que era algo realmente escaso allí. Esa misma noche también
se fue su hijo, definitivamente, en la ambulancia camino al hospital. Hicieron
falta setenta y dos días para que el dolor se apaciguara algo y les permitiera
ingresar al dormitorio del niño que había quedado cerrado, resguardado, como un
lugar sagrado. Una vez dentro observaron por un rato y en silencio las
pertenencias, las cuales, aunque inmóviles, disparaban recuerdos como ráfagas.
La madre tomó aire y caminó hacia la cama para ordenarla como todos los días.
Al mover la almohada cayó al suelo junto a sus pies un papel arrugado que
dejaba ver algunas palabras escritas. Desconcertada lo tomó, lo extendió
rápidamente y en voz alta comenzó a leerlo: -El basurero se va a cerrar pronto,
este mismo año, el treinta y uno de diciembre de dos mil dieciocho-.
Gabriel Molinero.
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